Nueva realidad criminal: desafíos para la persecución en Chile
Rafael Blanco/Eduardo Gallardo/Fernando Guzmán
Diario El País
“El país cambió, las calles ya no son las mismas de antes”, expresó el fiscal nacional del Ministerio Público, Ángel Valencia, a propósito del secuestro extorsivo, en fase de investigación, de un empresario perpetrado hace unos días en nuestro país.
Más de alguien podría decir que se trata de la constatación de una obviedad indesmentible, sin embargo, esconde un desafío de proporciones relacionado con la forma de hacer frente a nuevas modalidades delictivas, más complejas y sofisticadas que aquellas a las cuales el sistema de justicia penal debía hacer frente hace 25 años.
Desde los albores de la recuperación de la democracia se ha insistido una y otra vez en atribuir a los operadores del sistema de justicia criminal toda la responsabilidad del crecimiento y mutación del fenómeno delictual.
Ya en la década de los noventa, junto con la expansión del consumo y aumento del poder adquisitivo, la reducción significativa de los niveles de pobreza y la apertura del país a los mercados internacionales, se evidenció un alza moderada de las tasas de criminalidad. No fueron pocas las voces que se pronunciaron en favor de la erosión de libertades públicas en pos de una mayor sensación de seguridad.
Con la entrada del nuevo siglo, y enfrentado el Estado a la necesidad de confrontar la evidente ineficiencia del sistema inquisitivo, se implementó el sistema acusatorio adversarial, fortaleciendo el debido proceso y los derechos de todos los intervinientes, asociado a lo cual se evidenció un significativo aumento de las condenas y de las privaciones de libertad. Adicionalmente, se empoderó a las policías, entregándoles mayores facultades y discrecionalidad en su rol preventivo. Esto último estuvo asociado al control de identidad investigativo, que luego se amplió -con menos restricciones- al control de identidad preventivo, nuevas atribuciones investigativas, entre otros.
La realidad criminal comienza a sufrir importantes mutaciones a partir de los años 2017-2018 en el contexto de un país globalizado y con circulación de grandes capitales, abierto a mercados transnacionales y de avanzada tecnología, sumado a los flujos migratorios de Sudamérica.
Una buena parte de las miradas se centraron en efectuar modificaciones legales y esperar avances a partir de las funciones de los órganos que investigan y juzgan a los imputados. Sin ir más lejos, en estos años se ha legislado profusamente en materia de criminalidad organizada, creando nuevos tipos penales y estableciendo nuevas y modernas técnicas de investigación -agente encubierto, informantes, cooperación eficaz - que permiten pesquisar y desarticular a grupos criminales, a lo que se agregan cambios en la institución del comiso para afectar un flanco crítico de estas organizaciones: sus cuantiosos bienes. Se trata de medidas que han tenido rendimiento en la experiencia comparada, en países que han debido enfrentar complejos fenómenos de criminalidad organizada, como Italia y los Estados Unidos. Adicionalmente, se ha modificado la organización del Ministerio Público, generándose los Equipos de Crimen Organizado y Homicidios (ECOH) y la Fiscalía Supraterritorial.
Sin perjuicio de estos y otros esfuerzos legales, lo señalado constituye un foco parcial, pues resulta evidente que los operadores del sistema penal trabajan con los efectos y no con las causas de la delincuencia y poseen herramientas importantes pero limitadas para hacer frente a los nuevos fenómenos criminales.
Las causas de la delincuencia son multifactoriales, y, en términos generales, surgen y se propagan con bastante independencia del sistema procesal penal imperante y su funcionamiento. Por ello, la apuesta centrada en el Derecho Penal y Procesal Penal -de alcances limitados- es un error.
Sin lugar a duda, las herramientas e instrumentos más eficaces para controlar el fenómeno criminal están vinculadas a la política criminal y más específicamente a los ámbitos de la prevención, la función de control policial, el control efectivo del territorio frente al avance del crimen organizado y la sustitución del Estado por bandas y asociaciones transnacionales que se erigen en fuentes laborales, de custodia y provisión de servicios en las comunidades, al margen del sistema de control estatal.
Lo señalado supone mejoras en materia de sistemas de inteligencia, intercambio de datos entre agencias de persecución del Estado sobre las organizaciones criminales, fortalecimiento de las unidades de análisis criminal, revisión de protocolos sobre controles policiales y formación en nuevas técnicas intrusivas, asegurar el control efectivo de los recintos penitenciarios y una estricta segregación de la población con altos niveles de compromiso delictual.
A ello se suma la necesidad hacer mejoras en las agencias estatales que poseen los sistemas de control para evitar la proliferación de las actividades ilícitas y el control sobre la circulación de eventuales ganancias del crimen organizado a través de los sistemas financieros formales e informales. El antídoto de las organizaciones criminales y su contracara -la corrupción- es el fortalecimiento institucional. Se requiere un esfuerzo mancomunado para robustecer la musculatura fiscalizadora de Aduanas, Servicio de Impuestos Internos, Unidad de Análisis Financiero, Comisión para el Mercado Financiero, Contraloría General de la República, Carabineros, Policía de Investigaciones, entre otros.
El repliegue territorial del Estado experimentado en los últimos años, profundizado con el estallido social interno de 2019 y la pandemia global de 2020, ha facilitado la instalación y operación de las organizaciones criminales, las que han encontrado un terreno fértil para desarrollar su modelo de negocios. Basta constatar el abandono de ciertos espacios públicos y asentamientos urbanos, permitiendo al crimen organizado imponer su propia gobernanza al margen de nuestras instituciones públicas.
En síntesis, es hora de que nuestra institucionalidad se tome en serio el fenómeno de la criminalidad organizada, y reconozca que no todo el problema del éxito o fracaso de esta tarea recae en el sistema procesal penal, el que, a pesar de sus limitados recursos, ha logrado desbaratar operaciones complejas, condenar a grupos relevantes de crimen organizado, debiendo siempre adaptarse a la nueva realidad, corrigiendo asimismo errores que sin lugar a dudas se han cometido en algunos protocolos y procedimientos.
Finalmente, compete en este desafío un rol insustituible a la ‘política’ con mayúscula. Resulta imprescindible que los actores políticos -más allá de sus legítimas diferencias- estén en condiciones de articular grandes acuerdos y consensos básicos, con una mirada de mediano y largo plazo. Ello supone abandonar cualquier pretensión de utilizar el fenómeno delictual como una herramienta de lucha electoral, exacerbando la dimensión adversarial de la política. La democracia liberal supone la confrontación de ideas, pero, al mismo tiempo, exige comprender que los disensos tienen límites, pues uno de sus pilares es el ethos compartido de que hay unas reglas comunes y unos esfuerzos necesarios para hacer frente a las legítimas demandas de la ciudadanía.
Rafael Blanco es académico de la Universidad Alberto Hurtado, Eduardo Gallardo es juez oral y Fernando Guzmán es juez de garantía.